La primera vez que sintió ese calorcillo en el corazón era muy pequeña y creyó que se había convertido en el pobre pesebre del niño Jesús. Era tener cachorros dormidos. Era la tibieza de las natillas recién hechas que quedan en la cazuela y se rebañan con la cuchara de palo. Esa complacencia se quedó instalada en su interior. Muchas personas sienten lo mismo mirando la nieve entre mantitas o en la tormenta tomando chocolate en una taza abrazada con las manos. Ella lo sintió cuando su primito estaba moribundo. Un niño tan bueno, tan rubio, tan amado por su familia. Y su corazón se mecía de placer al ritmo del pequeño ataúd blanco. Ese día nació María Miseria, la mujer más compasiva y comprensiva. Cada pena que recibía era una carta de amor y ella bajaba los ojos como se baja la trampilla de un buzón. Las penas entraban en su interior rodando como rosquillas recién fritas. A veces, sin embargo, la vida no le enviaba estos regalos y había que ir a recolectar moras para la mermelada. Así eran los encuentros con María Miseria:
¿murieron tus padres ya tan ancianos? ¿Se alquiló aquel local que te vandalizaron? Te veo más delgada, gorda, coja, manca, débil, roja, blanca. Tienes muchas preocupaciones. Si soy imprudente, no me respondas.
María Miseria conoció el amor, la amistad y la buena vecindad con operados, terminales y diagnosticados. En sus pocos ratos libres, practicó el voluntariado, visitó ancianas en residencias y pudo mantener su pesebre tibio con el buey y la vaca durante más de medio siglo.
Un día recibió una tarjeta perfumada con la invitación a tomar el té en un palacete. Llegó con sus pañuelos blancos de algodón recién planchados y la sonrisa media que alienta. Allí encontró lo esperable en una mansión: té, pastas, bizcocho y bollitos de mantequilla de bocado. Encontró un loro que la miraba y una señora muy amable que le ofrecía un puesto en el lecho de una anciana moribunda.
María Miseria tenía unos deditos regordetes y acabados en punta con los que pinzaba las pastas con media guinda roja. Sintió un placer tan entrañable que se acordó de su primito. Subió las escaleras como llevada por alas. El cuarto estaba en penumbra y su olor a almendras garrapiñadas la transportó al paraíso.
Entró en un estado de mística miseria, de amor por la carencia. Se descalzó, se desvistió, se puso con placer el camisón y, por fin, entró entre las cálidas sábanas.
La propietaria de la mansión bajó las escaleras con paso firme y una anciana en plena forma del brazo. Había costado, pero por fin habían encontrado una voluntaria para darle el cambiazo a la señora Enfermedad.