
I
GUACAMAYO ROJO
Tememos a Hermano desde que era niño. Sabemos que nos matará algún día. Por eso, medimos la vida desde el nacimiento de cada cual hasta su último encuentro con él.
La familia no emigra, huye de Hermano. Es trabajo inútil. Sabe llegarnos porque es maestro de la pregunta sin importancia a la persona que no cuenta.
Así que no me extrañó el día que le vi en la puerta con una caja.
Hermano es pequeño, delgado y moreno.Esconde las armas en su chaqueta de cuero o las disimula creando un adorno donde hay un puñal. Sabe todo sobre viajar sin ser visto y casi me alivié cuando vi que en la caja sólo había un pájaro rojo.
Cuida este pájaro, mi hermana, porque vale mil euros y si se muere, me los deberás.
Así se fue y me dejó un guacamayo rojo en casa y todo el pavor que causa la muerte y la soledad.
Como todo el mundo, abrí el buscador del teléfono y me enteré de lo relativo a esa especie. Ave sagrada, monógama y gritona. Ave codiciada por coleccionistas y capaz de imitar palabras. Sentí otro miedo. Los vecinos.
En la huida, llegamos a una ciudad solidaria, ecologista y amigable.
No soportarán ese cautiverio,me dije. Nos denunciarán a protectoras, llamarán a la policía. Se moverán por el ave Sol.
Calibré mi miedo y ganó el que siento por Hermano.
Durante un año, 365 días, tuve un guacamayo rojo gritando en el balcón. Decía unas buenas ordinarieces aprendidas en algún barco. Llamaba desesperado a su amada, añoraba volar o, al menos, salir de la jaula, moría atiborrado de pena y decía adiós con cada grito. Ave divina, mejor muerta que presa.
Al cumplirse el año exacto, volvió Hermano y se lo llevó.
¿Y los vecinos que hicieron?
Nada. Desde la pandemia, aquí cada uno va a lo suyo.
II
GUACAMAYA ROJA
Es sabido que los dioses no viajamos en primera y que nuestras misiones siempre nos llevan a lugares inferiores, pero además de ir a una ciudad humana, encima hacerlo con Hermano, me pareció una pésima elección. Era un traficante de poca monta, un tipejo y se le veía tonto.
Sí, pero los otros seres humanos le tienen miedo y será un buen escudo. Ya sabes que los realmente peligrosos son los buenos, me contestó la mitad viajera.
Me callé porque no quise poner nuevas pegas a la misión divina más peligrosa que el pájaro sol hubiera emprendido jamás.
Somos guacamayos rojos. Trabajamos por parejas: una unidad se queda en la selva como la centralita que registra y la otra emana divinidad, muere, le matan o vuelve.
El viaje comenzó en una barcaza río abajo. No quiero hablar mal de guacamayo, pero cambió por completo. Decía ordinarieces sin parar, se reía a carcajadas y parecía obsesionado por la espuma. Creía que se refería a la espuma del río, hasta que supe que era de algo llamado cerveza lo que le hacía gritar así. Luego le dio por el humo y por decir “fuma lorito». Todas las noches me decía con su nueva voz arrastrada: soy intocable, valgo mil pavos. Ni él ni yo supimos nunca qué quería decir eso.
De la barcaza pasó a un barco. Allí se aburrió, se mareó y aprendió juegos de cartas y tacos en varios idiomas. La travesía duró semanas porque traspasó un océano. Como ser divino, no aportó nada allí. Al menos, no le robaron plumas gracias a esos mil pavos.
Al llegar a tierra, Hermana le disgustó y el vecindario, más. Cuando esa mujer malencarada le pasó de la caja a la jaula, solo dijo: no puede morirse; si la palma, me cuesta mil pavos. Guacamayo es un dios humilde. No necesita culto, pero sí caso. Así que, ante aquella indiferencia, se puso a gritar verdades y tacos de barco. Cada vez más asombrado, gritaba sólo para dar molestias. Un día pedía socorro y otro lloraba como un niño. Aquí son sordos, me dijo una vez. Aquí son duros, me dijo otra vez. Aquí están muertos, me dijo la última vez.
III
MIL PAVOS POR GUACAMAYO
El cautiverio de un guacamayo rojo es ilegal en los países que lo conocen y legal en los que no entienden de lo divino.
Precisamente allí fue el traficante de especies exóticas Hermano con la caja. Entró en una mansión donde, sin mediar palabra ni papeles, le dieron mil pavos y se quedaron con un pájaro dios colérico y ofendido.
Guacamayo ya no recordaba que tenía una misión espiritual por la que había llegado a tierras humanas ni tampoco que una guacamaya esperaba sus noticias en la centralita de la selva.
En la mansión le ataron a una barra dorada en una galería acristalada con vistas a un jardín. Todas las personas que pasaban a su lado le decían: hola lorito. Así supo que era el suplente de otros loros que año tras año habían estado en esa misma barra.
Aunque durante los anteriores 365 días con sus 365 noches había estado gritando como un borracho desde un balcón, ahora no les contestó ni hola.
Este lorito es mudo dijo uno y los demás rieron.
Que se vayan a la mierda todos ustedes uno a uno, pensó guacamayo.
Si un dios alado se ofende, sólo hay una solución y eso allí sólo lo sabía Paquita porque era procedente de un país donde es ilegal tener guacamayos rojos en cautividad.
Paquita no tenía mil pavos para pagar el rescate, no tenía la ley de su parte, ni tenía otra cosa que fe.
Fe, sí.
Así que pidió limpiar y ventilar la galería tres veces diarias y sacar las cáscaras de pipas. Todas las mañanas le cantaba una canción distinta, todas las tardes le recitaba un poema diverso y todas las noches le susurraba el nombre de una estrella.
Guacamayo tardó tres años exactos en olvidar su enfado.
Para ese momento, Paquita ya había recaudado mil pavos. En la mansión no pusieron pegas.Contactó con gentes que lo llevaron de nuevo a la selva y allí se encontró con guacamaya
Soy muy feliz de haber devuelto un ave sagrada a sus orígenes, declaró Paquita en el artículo de una revista.