Llegaron al aparcamiento en varios coches. Salieron vestidos con trajes negros los seis hijos y el crío. Los trajes negros de la boda tenían años y los hijos más kilos que cuando los estrenaron. Los botones apenas cerraban las camisas y las chaquetas eran cortas o largas, según dictó la moda en la que se casaron. Entraron en el bar del pueblo. No estaba el viejo que atendía la tasca cuando eran chavales. Una mujer les miró con gesto aburrido. Ni ellos la conocían ni ella les había visto nunca. Empezaron a beber whisky, los cubitos sonaban, pidieron patatas fritas, aceitunas y no tienes algo para el crío, un helado, algo. Un helado sí había. Las risas fueron haciéndose fuertes y las palabras no se entendían. El crío dejó de escuchar sus historias de cuando ellos habían sido críos allí. El bar era el mismo, pero no era ya el bar del pueblo de su memoria. Eso sí, conservaba el sonido de las tiras de plástico para que no entrasen las moscas. La tarde fue pasando y en un momento todos se callaron. La cuenta. Dijo el mayor. Sacó la caja rectangular de piel roja donde estaba dibujado en oro «joyero». Dentro, el forro de raso blanco estaba roto a tiras y se intuía la madera. ¿Cuánto es? Allí guardaba ella lo poco que iba pudiendo, sus ahorros. La mujer dijo una cantidad, él rebuscó en la caja, contó las monedas y dijo «justo». Todos rieron tan satisfechos como borrachos. Ella era así.
Subieron al castillo del pueblo seis hombres, el crío, las cenizas y el silencio. Al llegar a las almenas, se miraron y una voz que salió de algún traje dijo «que las tire el crío». Cogieron al crío por las piernas y le dieron la urna. El viento del castillo dio la vuelta y la abuela primero le dio al crío en toda la cara y luego fue cayendo al vacío.
Al bajar, vio las cenizas sobre un matojo y sobre una piedra y por el camino hasta el parking y desde entonces, el crío va pisando a la abuela que está en todas partes.