
Y en aquel cementerio empezaron a pasar pequeñas cosas raras.
Al entrar, todo el mundo daba un traspiés en los escaloncitos de entrada y sentía la impresión de volar un poco como si recibiese el soplido de 99.000 hadas.
Las flores de plástico rodaban sin rumbo, las plantas brotaban en invierno y las hojas caían contra el sentido del viento.
Los grijos del suelo decían palabras tipo tu tía te recuerda. Tu padre quiere que estudies más. Rompe esas cartas. No te arrepientas, no te arrepientas de dar.
Una tumba se decoró sola con granito rosa.
Sonaba música transparente.
Como las cosas que pasaban eran de un raro agradable, empezó a acudir gente a pasear y pasar el rato allí porque decían salir en paz y con ganas de vivir.
Un escritor de lo paranormal conoció los hechos y contrató a una médium con la idea de saber y escribir un libro sobre el otro lado.
Explicación de la médium M. J.
Lo mismo que hoy en día las hadas de la vida disfrutan de su mejor momento celebradas con disfraces, varitas, tatuajes y alas, las hadas de la muerte están viviendo una época funesta.
Las hadas de la muerte apenas tienen coronas, ramilletes o recordatorios que cuidar y su naturaleza, de por sí alegre y positiva, se ha ido consumiendo por el tedio y ajando por la inactividad. La gente todavía se muere, sí, pero cada vez son menos los que engalanan las tumbas y confeccionan altarcitos que encomiendan a su cuidado. Al ser inmortales, su población es estable. Si antes eran pocas con cien mil, ahora las mil que quedan en activo rondan aburridas mano sobre mano. Sus susurros «lleva unas florecitas a la abuela» no se oyen y sólo trabajan como antes la semana de todos los santos.
Así las cosas, en el año 2000 hicieron un congreso para cambiar su modo de vida y crear una sede de 99.000 hadas jubiladas. Enseguida se pusieron de acuerdo en que no querían un cementerio de gran ciudad y se votó entre una lista de 60.000 cementerios panorámicos. Dentro de alguno de ellos tenía que haber una tumba a la que se llevasen flores más de 50 años seguidos, que albergase a una pareja que se amó, a alguna persona con discapacidad, a alguien generoso o imaginativo, que sufriese al menos dos daños injustos y no se vengase y que fuese apreciado y recordado por su vecindario pasado medio siglo. Encontraron la tumba del maestro Lucas Rey, su esposa Agustina y su hija Pilar en Amurrio y se quedaron allí para siempre.
La explicación no le gustó al escritor. Decidió despedir a la médium por redicha y descartar esta historia por ñoña.
La gente sigue yendo por allí a sentir pequeñas cosas raras.