EL JUEGO DE LOS BROMISTAS

@ Marian Calvo

JJM transversal nunca pensó que estaba dejando una pista del club. Su exlibris de tinta roja era imposible de rastrear porque su biblioteca se reducía a aquel único libro sobre hipnotismo y sugestión. Nunca lo había leído. Aquella noche cortó las hojas precipitadamente e improvisó una caja donde metió la única pista del gran secreto. 

JJM transversal era el artesano ejecutor, la mano maestra del juego de los bromistas. Para ser un bromista había que haber sido humillado públicamente por algún erudito o haber sido rechazado para entrar al Parnaso por causa de origen, clase, género, número o cualquier otra razón para aquella sociedad rígida y estratificada. Además, había que tener dinero irrastreable o, en su defecto, el modo de poder llevar objetos imposibles a lugares insospechados. 

El humor es una venganza inmediata, pero las bromas surgen del odio. El club de los bromistas había decidido que las suyas traspasarían los tiempos hasta destrozar el buen nombre de la arqueología, de la literatura y de todas las universidades, ateneos o lo que hubiese en el triste futuro que vaticinaban para dentro de cien años, más allá del año dos mil. Sin genio y sin creatividad, generación tras generación, la vida intelectual alcanzaría una mediocridad que les haría creer cualquier cosa, siempre que el emplazamiento fuese el correcto. 

JJM transversal había tenido una vida errante y había sido mozo de muchos artesanos. Dominaba la madera, la imprenta, la cerámica y las obras. Además, era invisible por su aspecto, su origen y su edad. Estaba solo. Cuando conoció a aquellos jovencitos de dinero y saber con sus ideas revolucionarias, sintió que él también podría burlarse. Los conoció en el mercado de Valladolid cuando tiraban por la ventana de una casucha mil objetos nuevos para dejar los viejos. 

“Aquí, Cervantes mató a un hombre” gritaban borrachos de palabras. “Aquí, Cervantes abrió esta ventana” 

“Eh, oiga, ¿le interesa trabajar en esta gran obra de la literatura universal?” 

JJM transversal no sabía leer apenas y sólo sabía escribir su nombre. Le gustó que le hubieran visto. Pronto se descubrió como el gran artesano que era. Junto con aquellos estudiantes, se contagió de sus ganas de construir algo especial y les siguió hasta Vitoria. Por su vida errante, le empezaron llamando Lázaro, pero se ganó el respeto de aquellos niños adinerados y le acabaron llamando por su nombre en clave (JJM transversal) con toda la seriedad con la que se le trata a un espía o a un detective. 

Se instaló en un pequeño taller que le facilitaron usando ser hijos de quien lo eran. En la parte de arriba tenía un pequeño espacio para pasar la noche y guardar sus ropas. Comía en la fonda de puertas grandes y no hizo nunca amistades o contactos. Tenía clientela suficiente para pasar desapercibido y sólo alguna vez por la noche recibía la visita de uno de los jóvenes que le traía ideas o encargos. Debía crear objetos parecidos a un modelo y, una vez fabricados, con la excusa de una obra que los jóvenes preparaban, debía introducirlos sin ser visto. 

Disfrutó con el juego de crear de la nada varias primera ediciones de un libro y meterlas en chimeneas donde cabía un hombre. Le agradó tallar en piedra y envejecer como él sabía aquellas losas redondas que llevaron en carro cerca de una iglesia. 

Tuvo el gusto de dibujar en cuevas y de tallar santos que enterraba en el suelo del taller hasta el momento de posarlos en las noches cerradas. 

JJM transversal disfrutó de todas las ideas de los chicos, como él los llamaba. Sobre todo, de pintar los monigotes con ojos como ochos y damas en castillos en una iglesia que arregló y encaló porque había “unas goteras” imaginarias. 

Aquella vez, el chico le trajo un saco de cascotes. Eran trozos pequeños de ladrillo o de teja. El chico dijo: 

“JJM transversal esta es la broma definitiva. Vas a dibujar lo que te traigo en esta hoja y también lo que tú quieras. Tienes todo el verano y el otoño. Te vamos a pagar todos nuestros ahorros y luego, cerraremos el club. Puedes quedarte en el taller, pero no nos conoces ni te conocemos. Haz incisos con un calvario, gatos, dibuja lo que quieras. Sólo te pedimos que copies estas palabras. Envejece los incisos como sólo tú sabes, como si mil años tuvieran”. 

Llegó el invierno y el encargo estaba hecho. Cinco siluetas vestidas de negro aparecieron en el taller una noche de niebla. Fueron a un campo cercano y metieron los cascotes en tierras removidas. En el camino de vuelta a Vitoria hicieron bromas que JJ no entendía. Sólo sentía tristeza porque era el final. Aquella noche metió una ostraca con un corazón y una gallina en el hueco de su libro de hipnotismo y sugestión. 

16.10.2023 

hautatzen-josune-rey