SUBIR LOS BAJOS

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@Marian Calvo

No podía esperar una semana entera para disponer de aquellos pantalones nuevos, así que aquel jueves le dijo que no a la dependienta cuando le preguntó si quería que le subieran los bajos. Al salir de los grandes almacenes con la bolsa roja, miró el reloj y se dio cuenta de que eran las dos y media pasadas. A esas horas ya no hay ninguna tienda de arreglos abierta, un fastidio. Perdió el autobús -un retraso más- y decidió hacer el camino andando hasta la siguiente parada para hacer un poco de ejercicio. Entonces pasó por la tienda de arreglos del indio, pero había otro indio. Uno sin turbante. Entró en el establecimiento y lo primero que le sorprendió era cómo probaba y ponía alfileres a una mujer que había llevado un armario entero para reparar. Pasaban los minutos, pero las manos del indio y la voz de la mujer hablando de cada chaqueta, cada blusa, cada falda eran como un narcótico que paralizaba los relojes. La mujer mentía. Era imposible que su cuerpo hubiera cambiado tanto en una temporada. Aquel era el armario de una muerta. Una muerta más alta y más rica. En la chaqueta de punto de ochos color beige repararon en que ella estaba allí, esperaba y escuchaba con su bolsa roja recién salida de la tienda. Por eso mismo, la mentirosa concedió que podía colarse para probarse los pantalones, si es que era solo para subirles los bajos, y el indio abrió la puerta del probador como se abre la puerta al paraíso. En el probador había una trampilla abierta, una escalera colgando, unas sandalias y nada más. Ni un taburete, ni un colgador, ni nada que no fuera el suelo. Dobló su ropa sobre la bolsa de plástico roja y abrió de nuevo la puerta que era a la vez el espejo donde la heredera de las prendas se miraba. En el espejo cupieron los tres y las manos del sastre volaron sobre sus tobillos. Al final, hizo el mismo gesto que hacen los magos al acabar un número. ¿Así? Sí, así. Pues el lunes. Hasta el lunes. Salió sin bolsa y con una sonrisa. Hacía mucho tiempo que nada le hacía gracia. La gracia tonta, se entiende.

Llegó el lunes por la mañana. Su agenda hizo un hueco para recoger los pantalones. Llovía. Llegó hundida, cansada. Vengo a por los pantalones. No hechos. Dijo el lunes. Sí, pero no hechos. Mañana ¿Enfadada? Al salir de la tienda, miró al suelo. Dos cosas. ¿Le había preguntado si estaba enfadada? Y ¿Estaba enfadada? Salía sin bolsa, pero con dos preguntas. Mojada, cansada, y bueno, vamos a reconocerlo, enfadada también, pero por otras muchas cosas, no por los pantalones.

Llegó el día siguiente. Martes. Su agenda hizo un esfuerzo considerable para pasar por aquella zona. Vuelvo en media hora ponía en un cartel pegado a la puerta de cristal. ¿Dónde empezó y dónde acabará esa media hora? ¿Desde cuándo está puesto ese cartel? ¿Espero o no espero? No esperó.

El miércoles fue del todo imposible pasar por el establecimiento, pero se obsesionó pensando que el día anterior cuando atisbaba entre los cristales y por mucho que se asomase, entre la montaña de bolsas llenas de prendas para arreglar no se veía ninguna bolsa roja. Por eso el jueves entró con ánimo de arqueóloga. Decidida a realizar una excavación y localizar los pantalones que, por cierto, no había necesitado en toda la semana. Encontró al sastre planchando. Le miró y le dijo Yo busco. Vive cerca ¿en esta calle? Luego. No, no vivía cerca, no en esta calle. Lejos. No luego. Ahora. Y el sastre dejó la plancha y se sumergió en la montaña. ¿Esta? No, era roja. ¿Esta? No. ¿Esta? No. No. No y aparecieron. Mañana.

El viernes fue el mañana definitivo. Encontró un sastre solemne, solo, vestido con un jersey aguavino que le extendió la bolsa roja con los bajos subidos, con los pantalones dentro, con la profesionalidad de un funcionario municipal. El comprobante. Era la pregunta definitiva. Sin comprobante no hay pantalones. Entonces, ella extendió el comprobante arrugado, descolorido, exhausto. Salía con los bajos subidos y con la sensación de haber protagonizado una de esas inspiradoras historias de crecimiento personal y de superación de los libros de autoayuda. Ahora solo faltaba un gurú que la interpretase.

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