EL ARTE DE HABLAR CON LAS COSAS

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@ Marian Calvo

Dedicado a Baldanders  

por instruir a Simplicius en el arte de hablar con las cosas que por su naturaleza son mudas,  tales como sillas y bancos, ollas y jarros.

1. Las cosas tienen prohibido hablar con extraños 

Las cosas hablan, pero no tienen nada que decirte. No quieren enseñarte nada,  no tienen un  mensaje que darte, no te van a expender un certificado de aptitud. Esta vez solo se trata de  saber por saber. Como cuando haces un viaje o juegas una partida o practicas un deporte. No  hay un para qué definido si no es para ser alguien exclusivo, o ser alguien sin más. En este  caso, el que aspire a dominar esta  competencia inservible se matricula en un juego de  imposibles donde solo será admitido si acepta perder el tiempo. No hay mejor maestro que  uno mismo atreviéndose a hacer algo que le haga traspasar su línea lógica sabiendo que todo esfuerzo será vano. 

El latín y el griego son lenguas muertas. Al menos, eso dicen por ahí. Hablar con una cosa está  más muerto todavía: es inútil.   

Una vez matriculado en nada, hay que empezar  la instrucción por algún sitio. ¿Con quién  probar? 

Ni todas las cosas son iguales ni tienen la misma experiencia lingüística. No se debe entrar  jamás en una  tienda de objetos sin estrenar para mantener una conversación con ellos y  menos en las primeras lecciones.  Es peligroso. Las cosas recién fabricadas, con librito de  instrucciones, precio y embaladas están sometidas a un estrés que las hace imprevisibles. Los  recién llegados suelen ser justicieros y tajantes. 

Lo aconsejable es pasar al reino  de lo usado. Con lo viejo es más fácil no entrar en tormentas  repentinas. Las dos partes se dan un tiempo para conocerse y atacar con más prudencia. Entre  ellas, las cosas muy vanidosas pueden ser las más vulnerables. También es peligroso porque si  se dan cuenta de que se les ha manipulado, serán muy vengativas. 

Y es que el atrevido estudiante puede entrar en una iglesia católica y empezar a musitar, a  pedir, a recordar  frente a objetos inanimados, frente a trozos de madera con ojos de cristal y  una mano en el corazón. Son cosas acostumbradas a escuchar.  Algunas que hayan recibido  especial veneración pueden incluso haber llegado a creerse las diosas mismas y a repartir  consuelo sin percatarse de que el orante mira más allá del leño.  Aprovechando la confusión, el   astuto aprendiz podrá decir: “Señora, tú que me escuchas, dale una respuesta a la súplica de  tu hijo”. Y el trozo de madera tallada puede cometer el paradójico error de responderle. Ese es  el primer paso. Saber cómo suena el movimiento de las ondas de una cosa. Una vez escuchada  esa vibración, hay que seguir simulando. La cosa no puede saber que ha sido engañada.

Haber escuchado alguna vez a una cosa no significa poder descifrar sus mensajes. El arte de  hablar con las cosas no tiene nada que ver con tomar  la cajita de música de la abuela  y llorar  creyendo que la cajita ha cantado sola, ha sonado por última vez movida por el alma de la difunta que quiere decir adiós, te estamos esperando. La cajita siempre conserva un poco de cuerda.  

Los ignorantes viven cegados por su propio yo. Entre los humanos no hay una historia de esa  lengua de las cosas y apenas una o dos referencias de su existencia.  El silencio. 

Emisor, receptor, canal, mensaje, código… ¿Te suena? En el análisis de los elementos que  intervienen en la comunicación y que has estudiado en clase no se suele hacer referencia al  elemento silencio. El silencio humano tiene calibres: el hostil, el desconfiado, el soberbio, el  enfadado, el desdeñoso y  el volátil que se hace humo para evitar problemas. A las cosas les  rodea un silencio cercado con espinos. El peor y el más violento. El que reciben quienes no son  vistos a pesar de ser fundamentales para la supervivencia. En el mundo ruidoso e indiferente  de los creadores humanos el silencio es el mayor fracaso. Que ellas hablen no tiene relevancia  porque ellos ignoran que ellas hablan.  

Con estos precedentes, uno de los mayores errores de quien un buen día decide acercarse a lo  otro es pretender que ese otro le acepte, le quiera y le respete. Olvídate.  Nunca serán tus  amigas. No las amaestrarás. No las seducirás aunque las admires, las colecciones, las restaures  y las estudies. Están inermes  y sometidas al capricho de sus dueños.  Han sido expresamente  creadas y concebidas para el servicio, la abnegación y la renuncia. Lo saben todo sobre la  esclavitud y lo saben todo sobre los juegos del poder. Y, en resumen, eso es ser una cosa.  

Y ese otro sitio, por cierto, es la basura. Donde tirarás tus cosas una tras otra, año tras año, por  el mero hecho de que ya no estén de moda, por hacer limpieza, porque alguien ha muerto.  Como para simular que eres un amigo que viene a  hablarles en son  de paz… y que ellas te  crean. 

Si lo piensas, la posesión es una lucha que acompaña y alegra a los espíritus aburridos. Ansiar,  acaparar, mostrar, comparar, tirar. Reponer, mantener, asegurar, comprar, cambiar, pagar,  renovar. Todos son verbos que implican fuerza, poder, energía y vida. 

Las cosas son inanimadas en apariencia. Silenciosas a la vista. Son demasiadas y demasiadas  yacen en vertederos. Al tocarlas, quizá percibas su lenguaje sin que ellas puedan evitarlo.  

El humano cree que las cosas dicen: ‘guárdame, límpiame, traspórtame porque soy tú, porque  soy lo que eres frente a los demás.  Aunque procedo de la diversidad publicitaria, esto es, soy  imaginaria, soy más real  que tú mismo porque existo para que seas alguien’.

Las cosas creen que el humano dice: ‘quiero algo nuevo, otra cosa mejor, deseo lo que no tengo  y otros tienen y no hay nada que me sacie. Esta cosa está ya anticuada. Es basura. Hay otra  mejor allí. Compré mal. Necesito más. Necesito ir de caza. Hay un mundo  de fantasía y yo  quiero estar allí y poseerlo todo ya.’

Si hay algo que una cosa odie es pasar de fetiche a chatarra y lo que más odia un humano es  que le roben sus cosas. Pero nunca se lo han dicho. Se mentirán siempre, aunque la mentira  sea la versión más amarga de la verdad que ambos, creador y criatura, comparten.  

Si las cosas supieran que el ser humano se está haciendo cosa a base de prótesis, se sentirían  halagadas. Si los seres humanos pudieran salir un momento de sí mismos para oír las  conversaciones resentidas de las cosas, se sentirían halagados. 

Los humanos somos sus intrusos. Por eso, puede ser  mejor que sigamos sin conocer su  lenguaje y sin que exista una gramática o un diccionario. Los que buscan se encierran en las  tumbas que sacan a la luz al obsesionarse con sus hallazgos. Juzgan lo que ven y lo ponen a su  servicio. Se alimentan de sí mismos sin contar que todo tiene un precio.  

2. El dios de las cosas 

El ser humano juega a ser dios fabricando a su medida y semejanza para que sus criaturas le  sirvan y le den estatus social. Es el dios de las cosas que transporta, vende, roba y rompe. Lo  único que desea  es ser más, ser mejor  que los otros dioses de las cosas. El Olimpo humano no  es muy divertido más que nada por  la envidia y la rivalidad. 

Antes de seguir por ahí, hay que hacer una salvedad. No estamos hablando de dinero. 

Lo más enigmático del dinero es que no existe de forma material. Es un abstracto. Ni las  monedas ni los billetes son dinero. El dinero sin ser cosa es la cosa por excelencia.  Con él se  puede comprar todo: todo lo vivo y todo lo muerto,  el tiempo de los otros dioses, las ideas de  los otros dioses y las voluntades de los otros dioses. El dinero provoca la magia de que los  dioses de las cosas queden convertidos en cosas. 

Probablemente, es la creación humana más espiritual y, por ello, no participa del idioma  universal de las cosas. No se puede hablar con él porque posee a sus creadores y no se le  puede engañar porque él hace que seamos y hagamos lo que no somos y no queremos hacer.  Se trataría de teología, no de lingüística. Y es demasiado profundo.  Y duele. Y me alegra que  hayas añadido un “casi”. Ojalá tengas razón. 

Siguiendo con nuestro tratado, nos centraremos en las cosas y en su propia vida. 

El creador humano olvida que su creación tendrá una vida propia más allá del tiempo que le  toque vivir a él. Nadie es dueño de sus cosas. Ni siquiera al romperlas. Será su muerte, la de  ella, la de la cosa que vuelve a la tierra de donde nació. Y de donde un equipo de arqueólogos  miles de años más tarde volverá a desenterrarla y a cepillarla y a meterla en una vitrina y la  vitrina en un museo.  Y la cosa, allí,  riéndose de los dioses jóvenes que la visitan y aprenden de  ella cómo eran los dioses viejos. Pero si un  dios la mira e intenta decirle algo, la cosa recordará  aquel día remoto en el que fue desechada y no se fiará de los jóvenes descendientes.

La cosa es eterna y su dios es finito. La cosa es astuta y su dios confiado. La cosa resucita y su  dios duda si llegará a resucitar o si un arqueólogo miles de años más tarde encontrará su  cráneo en una fosa y será cosificado para estar en la vitrina de al lado de las cosas sin tener a  nadie con quien hablar. 

3. Historia de la lengua 

A pesar de que no hablen con los humanos, las cosas hablan de los humanos. No las primeras,  que eran piedras, cuernos o palos para hacer algo concreto que se comiese. Las de ahora. Las  de los dos últimos siglos. O los veinte últimos siglos. Tampoco se sabe.  

El lenguaje de las cosas nació de los hijos amados. De los hijos creados a imagen y semejanza.  En concreto, de las cosas fabricadas solo para decorar que odiaron desde el principio a sus  creadores: cuadros, cristales, porcelanas, esculturas, marfiles, relojes, joyas, tallas, encajes,  sombreros, armas y libros especiales. Ellos inventaron el lenguaje de las cosas para rebelarse  contra sus dioses, para vejarlos, y se lo enseñaron más tarde a las cazuelas y a los baldes y a las  sillas y a los zapatos para utilizar a las cosas proletarias. Fue una lengua surgida de la élite  acostumbrada a ser admirada, envidiada y contemplada. Esos objetos privilegiados fueron  ideando un sistema de signos sin lenguaje articulado y sin ruido pasando de mano en mano  como los testigos de una carrera. Se trataba de una onda que adquirían con el movimiento   obtenido de los robos, botines de guerra, transacciones, hurtos, deseo y descontextualización. 

Si el lenguaje surgido del movimiento del odio se hubiera quedado en unos pocos objetos  decorativos y algunos útiles de trabajo, no hubiera tenido mayor relevancia histórica. Siempre  es esperable que los mimados  del destino sean ingratos y que los que ejecutan los trabajos  más penosos estén enfadados y acumulen discursos resentidos. El verdadero problema surgió  cuando el lenguaje de las cosas empezó a universalizarse con la fabricación masiva de  recuerdos turísticos, porcelanitas de compromiso,  peluches y toneladas de regalos en espiral  de navidades y cumpleaños. Aprendieron el lenguaje del odio junto a los nuevos objetos   tecnológicos. Ser cosa comenzó a ser una tortura dialéctica. No hay nada más desestabilizante  que acabar odiándose a uno mismo y a lo que uno representa cuando no se ha tenido ni  tiempo ni oportunidad para pensarlo. El enfado es la capa crujiente de la soledad y la tristeza. 

Si te has fijado, la historia de las cosas y sus palabras no es ajena a la historia de los  sentimientos humanos. De hecho, son  mundos que no se comunican, pero se enlazan. 

Las cosas enfadadas consiguieron vencer a sus dioses a cambio de perderlo todo.  Las cosas sustituyeron a los momentos y a los sentimientos de sus creadores.  

Y es por eso que no existe un solo sentimiento humano sin cosa que lo intermedie: desde las  sortijas de compromiso hasta las balas.

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